Llevo varios días pensando si meterme o no en el revuelo surgido alrededor de la apertura de Martínez, nuevo restaurante de José María Parrado (Cañete, Ra), pero algo me tiene enganchado al tema (lo incendiario de algunas opiniones y comentarios, la intensidad del debate…).
Al fin he decidido echar mi leño al fuego, supongo que por diversión o masoquismo, y por todo lo que del Martínezgate atañe a temas como la libertad de expresión, la independencia del bloguero, el rigor de la información que consumimos, el nivel medio de comprensión lectora…
En fin, por si eres uno de los cerca de siete mil millones de humanos que no está al corriente, permíteme que te haga un resumen.

A finales de julio abre Martínez, un restaurante al que gusta llamarse chiringuito, con unas vistas magníficas sobre el puerto de Barcelona, situado en los jardines del Hotel Miramar y con una oferta gastronómica basada en vermuts y paellas.
Philippe Regol, Premio Nacional de Gastronomía por el que siento un profundo respeto, firma la primera crónica. Escribe un subtitular que me hace dudar sobre si estuvimos en la misma cena –“Es-pec-ta-cu-lar”– pero, sí, fue la misma. De hecho Parrado nos mostró al mismo tiempo las cocinas, el nivel inferior en el que tal vez se celebren noches de burlesque, el jardín que albergará un parque de juegos infantiles…
La segunda opinión que leo, a la que llego a través de unos tweets enfervorizados, es la de Rosanna Carceller. El post deja a parir al restaurante, a su propietario y a uno de los miembros del equipo y, de hecho, la espoleta de todo el conflicto es el comentario que Parrado deja en el post de Carceller. Un comentario tan insensato e irrespetuoso como franco y visceral, en el que se tilda a la periodista y bloguera de miope cargada de mala leche a la vez que se admite y justifica el mal servicio ofrecido y se defiende al equipo. En un mundo cada vez más mojigato y cursi, el comentario de Parrado es aún más ruidoso y, al mismo tiempo, más heroico.

A continuación leo la crítica de Jose Carlos Capel y la crónica de Ricard Sampere, dos personas de mi confianza por muy distintos motivos, y más tarde leo los que para mi resultan los tres posts más interesantes sobre el Martínezgate. Se trata de un respetuoso y acalorado intercambio epistolar entre David Validivia y Albert Molins que tiene algo de caballeresco: el primero defiende el honor de Rosanna Carceller, el segundo rebate su rigor (conste que me siento muy cerca del post de Molins).
Como decía al principio, más allá de lo gastronómico, soy de la opinión de Capel o Sampere, Martínez me pareció correcto, de todo este merder, que dirían en mi país en tiempos de La Trinca, me interesa en primer lugar el debate sobre la libertad de expresión de los blogueros. Y es que el pollo, como también decía antes, lo inició el comentario de Parrado, del que surgió el post de Validivia en defensa del de Carceller.
No sé, no sé si el concepto “libertad de expresión” está sobrevalorado o, sencillamente, no se entiende. Libertad de expresión es que Carceller diga que Martínez le parece una mierda, cierto, pero la libertad de expresión es un bumerán y contempla el muy noble ejercicio de la réplica que, en este caso, ejerce Parrado cuando responde a la autora de Tramussos d’Àfrica en términos tan poco simpáticos como los de ella. Donde las dan, las toman. Amparándonos en aquello tan manido de que el cliente siempre tiene la razón vamos mal. Porque el cliente no siempre tiene la razón, el cliente, a veces, y no digo que sea el caso de Carceller, es imbécil.

Por otro lado, está el tema del rigor de la información que consumimos. Cuestiona Validiva en su segundo post (respuesta al de Molins) si todos los que escriben un blog sobre gastronomía deberían cursar el Training en Crítica Gastronómica de Capel. Por supuesto que no, diría yo, pero sería de agradecer. Formarse para tener una opinión considerable, por no decir respetable, es positivo. De lo contrario, esa opinión puede ser leída, desde luego, pero ya no respetada o considerada, y una opinión así es como un cuchillo sin filo.
El tercer tema es el eterno debate sobre si se debe escribir, o no, acerca de los restaurantes que a uno no le gustan. En una ocasión lo hice, y me arrepiento. Lo hice henchido por cierta satisfacción personal, el maldito ego que señala los defectos ajenos sin tener en cuenta circunstancias atenuantes ni limitaciones propias. Lo hice, además, con el restaurante de un notabilísimo cocinero y en un medio con una tirada considerable. Lo hice y no lo volveré a hacer. Un periodista y crítico gastronómico al que admiro con devoción me hizo bajar del burro. Me dijo: “si vas a escribir más cosas negativas que positivas, no lo escribas, no aporta nada. Quizá tú tuviste un mal día”. Al poco tiempo, cuando una crítica suya, muy negativa, me tocaba de cerca, tuvo la decencia de seguir su propio consejo y no publicarla (en papel). Desde entonces, no publico opiniones negativas. Quizá sea un blandengue, quizá ese consejo coincidió con mi esfuerzo por hacer rodar mi empresa. ¿Has abierto alguna vez una empresa? ¿Eres consciente de lo que cuesta? ¿Sabías que, a pesar de lo que enseñen en ESADE u otros centros parecidos a los que no he asistido, ese esfuerzo está basado en la corrección de miles de errores y que los restaurantes no escapan a esa norma? El mismo Albert Adrià explica sin pudor que su Tickets tardó un año en funcionar como debía porque primero decidió abrir y, luego, dar forma a su restaurante.Ya, él es un genio y nosotros no, precisamente por eso deberíamos tenerlo en cuenta. Parrado tampoco es un genio, Adrià sólo hay dos, pero intenta hacer rodar su negocio y, supongo, corregirá los muchos fallos que pueda tener.
Existen otros debates, secundarios. Si es estético o no que un restaurante disponga de una zona delimitada a los clientes que quieren gastar tanto y otra zona, mejor, para los clientes que quieren gastar tanto más. A mi no me molestaría, igual que no me molestan los palcos del Liceo o la tribuna del Camp Nou. Si no me lo puedo permitir, no lo pretendo, lo único que espero es que lo que consumo y lo que pago vayan de la mano y ese es otro debate porque la carta de Martínez no es precisamente barata, pero se cobra la situación del restaurante y sus vistas. ¿Es ético? ¿Es decente? Yo creo que sí, volvemos a lo del palco y la tribuna. Otro debate secundario: ¿puede un camarero atenderte con gafas de sol y sombrero? Vamos, hombre, ¿estamos en el siglo XIX?

Más allá de todo, está el esfuerzo de un empresario de la restauración que ha abierto un restaurante en una localización “es-pec-ta-cu-lar”, ahora sí. El mérito, desde mi punto de vista, está aquí en recuperar un espacio abandonado, dejado de la mano de Dios, con todos los riesgos que esto entraña empresarialmente. Valorizar y dinamizar una zona de la ciudad que ya no se usaba. Ser motor de la ciudad. Aunque sólo sea por eso, valoro lo que hay detrás de Martínez.
Y, ahora, la excusa que me libere de sospecha. No conozco a Parrado. Sólo sé que su imagen me evoca a un sacerdote egipcio con aspecto de hipster. Y, oigan, eso tampoco me molesta.
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